Un caso de contaminación ambiental, un accidente con muerte en una unidad de trabajo o el lavado de activos provenientes de la minería ilegal, podrían ser fuente de responsabilidad penal conforme a los diferentes proyectos de ley que se vienen discutiendo en el Congreso de la República y que prevén la responsabilidad penal de una corporación, sin perjuicio de perseguir y sancionar a las personas físicas que intervinieron en el hecho.
La gran expansión de la responsabilidad penal corporativa en las legislaciones de EE.UU., Francia, Inglaterra, Holanda, España, Chile, Argentina o Brasil, es fruto del reconocimiento de que los delitos económicos más graves se cometen a través de, en beneficio de o usando la estructura de una persona jurídica, lo que hace recordar la famosa reflexión de Franz von Liszt de fines del siglo XIX: “quien puede concluir contratos, también puede concluir contratos fraudulentos”. Si una empresa puede producir bienes y servicios que son socialmente beneficiosos, también lo puede hacer cometiendo delitos en esos procesos.
Frente a ello, el modelo peruano actual de las consecuencias accesorias (art. 105 del Código Penal, de fuente española) ha fracasado porque para imponer, por ejemplo, la suspensión de las actividades de una empresa que recurre a la defraudación aduanera o la disolución de una empresa de fachada creada para lavar dinero, es necesario previamente acreditar el delito de una persona natural; se trata de un sistema donde la empresa responde previa declaración de culpabilidad de una persona física. Y muchas veces el delito contra la persona física prescribe o ésta simplemente no se presenta a juicio y no puede ser condenada en ausencia. Son, por ello, muy excepcionales los casos en los que el Poder Judicial ha impuesto consecuencias accesorias a las empresas (casos Utopía, Crousillat, Business Track); la regla ha sido la inaplicación del citado artículo 105, aun en casos especialmente graves.
La nueva alternativa legislativa consiste entonces en imputar, procesar y eventualmente absolver o condenar, de modo autónomo e independiente, a una persona jurídica. Por esta razón, es legítima la preocupación de los gremios empresariales frente a los proyectos de ley que buscan penalizar a las personas jurídicas, a las empresas, por delitos de corrupción, lavado de activos, etc.
Y es que una ley demasiado amplia, sin candados ni límites claros, puede convertirse en otra gran fuente de corrupción frente al ejercicio abusivo del poder penal por parte de la Policía, los fiscales y los jueces.
Un sistema autónomo o independiente de responsabilidad penal corporativa debe asentarse en dos grandes pilares. Por una parte, debe reconocerse que la culpabilidad de una empresa se basa en una deciente gestión o administración del riesgo empresarial, si la actividad de una empresa permite, por ejemplo, que sus funcionarios ganen licitaciones estatales recurriendo a prebendas o coimas, es porque no existen mecanismos de prevención o compliance (“cumplimiento”) anticorrupción, lo mismo si una corporación produce un hecho contaminante porque de modo doloso no se respetaron las exigencias de la regulación administrativa.
En ese orden de ideas, si se acepta que la empresa pueda responder penalmente por esa mala gestión del riesgo penal –como sí responde ante el Derecho Civil y Administrativo sin discusión alguna–, entonces debe también aceptarse que la empresa no debe responder si en el proceso penal acredita contar con adecuados mecanismos de compliance o prevención del riesgo penal. Una cláusula de atenuación o incluso exclusión de la pena para la corporación es, entonces, la consecuencia necesaria para la legislación que se proyecta. Con esta regla de bloqueo, podrá evitarse la imposición de sanciones cuando la empresa se ha organizado, ha invertido sus recursos para administrar o mitigar el riesgo de la comisión de hechos delictivos.
El segundo pilar se concreta en los necesarios límites de este sistema. Son muchos los candados o frenos a los que puede recurrirse: la no punición en los casos de culpa o negligencia, la previsión de reglas claras de medición de la pena, un sistema de númerus clausus o lista cerrada de delitos de la persona jurídica (corrupción, lavado de activos, delitos ambientales y laborales, por ejemplo).
Luego, en el terreno procesal, debe dotarse a la empresa de los mismos derechos que tiene cualquier imputado: derecho a la defensa, al debido proceso, derecho a guardar silencio y a la no autoincriminación, que debe incluir la facultad de no entrega de documentos o información como parte de ese derecho, lo que implicará derogar delitos como el del artículo 6 del Decreto Legislativo N° 1106 que penaliza la no entrega de información en investigaciones por lavado de activos, etc.
Bajo estos límites, el rendimiento de un régimen de penas para las corporaciones puede ser socialmente benecioso. Las empresas se verán motivadas a invertir recursos para implementar sistemas de cumplimiento y prevención del riesgo penal, lo que es habitual en el caso de las empresas formales y de las grandes corporaciones involucradas con la inversión responsable, y que cuentan por ello con verdaderas gerencias o departamentos de compliance o cumplimiento con la finalidad de prevenir la comisión de delitos en el marco de la actividad empresarial.
Evidentemente tales exigencias sí serán un problema para aquellas empresas que lindan o están inmersas en la informalidad o la ilegalidad. Ellas podrán encontrar en el Derecho Penal un mecanismo más de motivación para migrar o reencontrarse con la legalidad, o para salir del mercado.